Hasta ahora, solo puedo destacar dos cosas que, como turista novata en el Sudeste asiático, me han llamado la atención. 1) Les encantan las mascarillas esas de hospital, las lleva mucha gente, sobre todo en el ámbito del aeropuerto. Yo creía que era por temor a contagiarse de los virus de otros pero un amigo que fue a Japón me dijo que es por lo contrario, que se las ponen los que están enfermos para no contagiar a los demás. Como en los visados, no me lo creo mucho porque en el avión a Estambul me ha tocado al lado un "asiático" (imposible acertar con las nacionalidades), de aspecto requetesaludable, que se ha pasado el viaje escondido tras una mascarilla y un antifaz. Solo podía verle las orejas. Y a mí eso me suena más a "no te acerques ni me hables". 2) Son mucho más amables y civilizados que en la India, al menos los taxistas. Conducen genial (aunque van al revés, como los ingleses), ponen intermitentes, no tocan el pito y juntas las manos delante del pecho para darte las gracias, mientras inclinan la cabeza, tras cobrarte lo mismo que marcaba el taxímetro (unos 600 baths, 15€ por el trayecto de más de una hora desde el aeropuerto y en plena hora punta). Yo venía aterrorizada, esperando encontrarme una especie de megaciudad como Mumbai. Pero no, de momento todo es calma. Salimos a explorar la zona y a cenar.
Parte 2. Como estábamos muy cansados, decidimos no alejarnos del hotel. Lo primero que nos encontramos al salir fueron edificios enormes, modernísimos y altísimos, algunos incluso decorados con luces de colores que cambiaban constantemente (como el de la foto), rodeados de marañas de cables infinitas. Cables por todas partes!!! No tengo ni idea de por qué no los entierran pero desde luego son un símbolo de la ciudad.
Cenamos en un restaurante popular donde las parrillas humeantes de la puerta nos atrajeron. Pedimos quién sabe qué y nos trajeron una carne de cerdo cocida primero y hecha a la brasa después, macerada con salsa agridulce, un arroz con gambas y una ensalada de hígado. Nos pusieron otra ensalada, cortesía de la casa, hecha de col y judias verdes crudas, con unas hierbas que sabían a anís, y una salsa súperpicante. Estaba todo buenísimo. Nos bebimos dos cervezas mientras los locales les daban al whisky con soda como si fuera agua.
Luego callejeamos un rato por el barrio, por lo que vendría a ser el backstage de la modernidad de las calles principales y nos encontramos lo que luego comprobamos era el auténtico Bangkok, que se repite vayas a la zona que vayas: callejuelas laberínticas y estrechas, con casas de madera destartaladas pero llenas de encanto, con una o dos plantas, montones de macetas en los patios de entrada y las familias haciendo su vida tan tranquilos a pie de calle, junto a sus altares, sus abuelos y sus motos, el mejor transporte posible en esta ciudad permanentemente atascada por los coches.
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