De Erzurum seguimos ruta hacia UZUNDERE y los alrededores que son famosos por alojar lo que llaman "los valles georgianos", unos pequeños paraísos verdes regados por riachuelos ubicados en las gargantas de unas montañas enormes y áridas, suaves y envejecidas, que esconden pequeños pueblos cuya singularidad es tener escondidos en la vegetación restos de antiguas iglesias georgianas (s.X-XII) cayéndose a pedazos y que, según la guía, mezclan estilos armenio, persa y seyúcida. Por lo que se ve, esta región fue parte del reino georgiano, claro, no se iban a venir hasta aquí a poner una iglesia cristiana en territorio infiel. El resultado son construcciones macizas, hechas a base de bloques de piedra de colores que alternan tonos claros y oscuros con rojizos, que es la piedra que más abunda por aquí, una piedra ligera, porosa, como de apariencia volcánica. La verdad es que son muy parecidas a las que luego veríamos en la maravillosa ANI, antigua capital armenia ubicada en la misma frontera enemiga, de la que se conserva casi toda la estructura y ha sido declarada patrimonio de la humanidad, que se merece una entrada aparte.
En esta zona la oferta de alojamientos cercanos es muy escasa porque lo habitual es quedarse más lejos, en Erzurum, y hacer excursiones hasta aquí. Nosotros lo intentamos en Uzundere, donde sólo encontramos una pensión cutre que rechazamos. Mateo dijo: "probemos en Pehlivanli, quizá allí haya una pensión bonita, con comida casera...". Yo me reí, claro, porque si en Uzundere no había nada, que era un pueblo, cómo íbamos a encontrar algo en una aldea perdida. Pero allí estaba. Una familia había construido un pequeño paraíso, con el dinero que se trajeron de trabajar en Alemania (eso supusimos porque el padre hablaba alemán y por el estilo con el que estaba hecha la casa) en torno a un riachuelo que atravesaba toda la propiedad, que tenía su propio molino, su piscifactoría, de donde sacaron las truchas que cenamos, su huerto, sus moreras, sus gallinas y hasta su zona de acampada. Allí pasamos la noche del 18 de julio y estuvimos en la gloria. Nos dieron de cenar y desayunar, en uno de esos comedores uzbecos de madera, hechos de madera y elevados del suelo, con una mesa baja y llenos de cojines, que tanto nos gustaron desde la primera vez que los vimos, en el Valle de Fergana.
Por la tarde, después de instalarnos, nos fuimos a buscar monasterios, que resultaban difíciles de encontrar porque apenas están señalizados y si pone algo es "mezquita", no iglesia, claro, aunque sigan teniendo la apariencia de una iglesia y no haya minarete. Y andábamos explorando uno de ellos, el de HAHO, oculto entre una vegetación caótica y desbordante, cuando nos encontramos a Nuray y Mehmet. Estaban recogiendo moras, que nos ofrecieron a puñados, con toda la generosidad del mundo. A mí me dio vergüenza comerme el esfuerzo de su trabajo, así que cuando vimos que seguían recogiendo (el marido sacudía las ramas y ella recogía las moras cuando caían) nos pusimos a recogerlas con ellos, sin decir una palabra, tranquilamente, como si lo hubiéramos hecho mil veces.
Le pregunté a Nuray qué hacía con las moras, diccionario turco en mano, y me dijo que "vinagre" y "pastil". Y en un momento desapareció, fue a su casa y nos trajo un bote de cristal lleno de sirope de mora, que nos recordó al arrope, pan, nueces y una especie de láminas de caramelo extendidas muy finas y plegadas sobre sí mismas que era el "pastil". Esto ya habíamos visto que lo vendían en los mercados de la zona pero no teníamos ni idea de lo que era ni cómo se comía. Nuray nos enseñó: se cogía una nuez y se envolvía en este caramelo. El resultado, aunque no tenía muy buena apariencia, estaba buenísimo. El pan era para mojarlo en el sirope. Y así pasamos la tarde con ellos, merendando en medio de su prado. Nos contaron que vivían en Dursunbey (Balikesir), que Mehmet era maestro pero ya estaba jubilado, y venían a este pueblo, de donde era toda su familia (las tumbas estaban repartidas por el prado, pegadas a la misma iglesia, y ellos se encargaban de cuidarlas), a pasar la temporada de verano. Fue una de las mejores tardes del viaje. Nuray se empeñó en regalarme todo el pastil que sobró, del que aún seguimos comiendo, y el sirope, que rechacé alegando que no podíamos llevarlo en el avión pero en realidad lo que me daba vergüenza era quedarme con el bote de cristal. Nosotros prometimos enviarles una de las bonitas fotos que les hicimos debajo de sus moreras.
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